“El justo, en efecto, no puede dejar de conocer el mal. Ni nadie puede verse libre de un vicio si no lo conoce”.
Como uno de los fundadores de la Escuela Escolástica, la
figura de Abelardo se erige como la defensa de la razón humana, unida con la
Lógica, frente a la autoridad imperante. "Todos sabemos que en aquello que
puede ser discutido por la razón, no es necesario el juicio de la
autoridad" (Theol. christ., Ili, col. 1224). Discutido, atacado y
tachado en ocasiones de hereje, Pedro Abelardo no dejará al margen de su método
de verdad a los filósofos paganos precedentes, al tiempo que les da voz y les
concede un papel en pie de igualdad con sus homólogos cristianos.
Mantiene la postura de especulación negativa de Escoto de
Eurígena: No es posible definir la esencia de Dios, porque Dios es inefable.
Finalmente, cabe decir que en cuestiones éticas, el punto
central es la distinción entre vicio y Pecado y, posteriormente, entre pecado y mala acción. El vicio es,
según él, una inclinación natural del alma al pecado. Define la vida humana
como continua y perpetua lucha contra el pecado. Se debe llamar transgresor no
al que hace lo que está prohibido, sino solamente a quien consiente en lo que
le es vedado por Dios; y así aun la prohibición debe entenderse con referencia
no a la acción, sino al consentimiento. El análisis, en este punto, radica por
tanto, no en el aspecto exterior de la acción, sino en el consentimiento interior
e individual de la misma. De forma conscientemente coherente, el autor
establece una clara escisión entre el juicio divino y el juicio humano, siendo
el primero el principal en tanto que es formulado por Dios, en calidad de
“espectador” de la intención puramente humana.
Ética o
Conócete a ti mismo.
El enfoque de la obra es ciertamente singular: estamos
ante una ética de la intencionalidad o voluntad individual, con lo que se deja
al margen la externalidad de la acción. Dividida en 26 capítulos breves, destaca
de forma decisiva el capítulo tercero, en tanto que parte central y capital
para entender a Pedro Abelardo.
En primer término, cabe decir que los vicios, contrarios
a las virtudes, recaen con exclusividad en el alma. Son los vicios del alma los
que empujan a la voluntad hacia algo que “de ningún modo debe hacerse o dejar
de hacerse”. Pero el vicio del alma no se identifica ni con el pecado ni con la
acción mala. La religión afirma que el hombre es vencido por el “vicio torpe”,
pues aun cuando el hombre deja de luchar contra los vicios, éstos luchan contra
el hombre. El sometimiento a los vicios es lo realmente perjudicial para el
alma.
Bajo esta descripción, el vicio queda definido como “todo
aquello que nos hace propensos a pecar”, es decir, aquello que inclina al ser
humano al consentimiento de lo ilícito. No es sino a este consentimiento
merecedor de culpa o condena ante Dios a lo que Abelardo llamará propiamente pecado. El consentimiento en sí mismo
constituye una ofensa a la divinidad al tiempo que un desprecio por la misma.
No obstante, el pecado en sentido estricto no ha de confundirse con la
apariencia externa de la acción; tampoco con la voluntad.
Por otra parte, la voluntad que nace de un gran dolor ha
de denominarse passio o padecimiento.
La lucha a perpetuidad con la mala voluntad finaliza cuando el hombre la somete
a la divina. No es pecado el deseo carnal, sino el sometimiento y
consentimiento de este deseo. Y es este consentimiento la única y verdadera
mancha del alma. Solo la intencionalidad distingue a la realización de un acto
ilícito, ya sea por parte de un hombre bueno, ya sea por parte de uno malo.
Dios es el juez de la intención, pero no de la acción en sí. Y en este sentido,
se ha confundido, según el autor, sugestión y delectación con pecado en
términos absolutos.
Las obras humanas no podrían ser buenas por sí mismas
sino que buenas en tanto que fruto de la bondad de la intención. Una constante de
Abelardo en estas páginas es el hecho de que la unión de las partes no da un resultado
mejor de facto del que daría cada una de esas partes aisladas.
Si bien hay diversas acepciones de pecado, Abelardo se centrará
exclusivamente en el “desprecio de Dios o consentimiento del mal”. Se insta a hacer una distinción entre pecados
veniales y mortales o graves. En éstos últimos entraría el adulterio, el
homicidio o el perjurio, por lo que hay una defensa de evitarlos con mayor
urgencia, si cabe, que los pecados veniales, pues son más peligrosos y
merecedores de más altas penas.
Finalmente, la reconciliación de los pecados con Dios
solo puede ser efectiva a través de tres vías: penitencia-arrepentimiento,
confesión y satisfacción.
Conclusión: Pedro Abelardo sintetiza y expone su visión
sobre el pecado humano en aras de establecer una ética normativa vinculante. Y
es que, de hecho, el conocimiento del pecado es, según él, la mayor forma de
evitarlo. Y esto es así en tanto mayor sea nuestro conocimiento sobre el mismo.
Es muy singular que Pedro Abelardo nos transmita un mensaje que se asemeja a
una ética de la virtud, y es que, para él, el ser humano no peca por el deseo o
la comisión del acto ilícito sino por el consentimiento a éste. Hay un
posicionamiento respecto a esto, ya que la voluntad y el consentimiento entran
en el campo que subyace a la elección, es decir, al libre albedrío (si lo hay)
del ser humano. Se está abordando entre líneas uno de los problemas filosóficos
más importantes y controvertidos: el debate entre determinismo y libertad.
Vemos cómo, de forma asombrosa, Abelardo aboga por el papel que juega la
elección del individuo, siempre dentro del análisis intencional de la acción
humana que expone en estas páginas. Es plausible
que hay una afirmación taxativa de la postura racional del pecado, en los términos
de que la culpa no ha de imputarse en una situación producida por ignorancia; hecho
éste que le valió la condenación del Concilio de Sens.
No hay una carga moral en su posición. No hay una división en
términos maniqueos del hombre bueno respecto del hombre malo. Mientras los
hombres juzgan las intenciones manifiestas, es a Dios a quien corresponde
juzgar la culpa. Y esto es verdaderamente asombroso y adelantado a su tiempo:
la culpa no puede ser juzgada en el plano terrenal, pues la intención solo
puede rendir cuentas a una instancia superior. Adelantándose al estudio
fenomenológico de autores como Husserl u Ortega, que inciden en el carácter
intencional de la acción humana, Abelardo vuelve a poner primero a Dios (juez
de culpas); luego, al hombre (juez de acciones). A este tratamiento lo llamará Abbagnano
“interioridad de las valoraciones morales”. (Abbagnano,356).
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