"El hombre pertenece a aquella clase de animales que no puede consumar sus asuntos necesarios ni alcanzar el mejor de sus estados si no es por su asociación en comunidades en un solo territorio. [...] Cuando el hombre percibe y conoce la felicidad, pero no la establece como su deseo y fin, no la desea o lo hace de manera débil, establece como fin de su vida otra cosa distinta de la felicidad y se sirve de las demás facultades para obtener ese fin; también entonces todo lo que procede de él es un mal"
Si bien Al-Kindî es considerado casi de forma unánime como el primer filósofo del mundo árabe e integrador del pensamiento griego con las manifestaciones culturales y filosóficas de su tiempo, no será hasta la aparición y desarrollo de la figura de al-Fârâbî (870 -950) cuando el sistema filosófico árabe queda plenamente fijado y fundado. Precursor de la obra y pensamiento de otros autores como Avicena y Averroes, la influencia de al-Fârâbî no se limita a esto, sino que es en todo punto inmensa y amplia tanto en Oriente como en el Occidente musulmán y judío.
Sin compartir la ideología oficial de su coyuntura socio-cultural, parece que la pretensión de al-Fârâbî no fue sino la de proponer una reforma de Estado islámico, o al menos, reformularla a través de nuevos términos con base filosófica. Se embarcó fielmente en esta tarea, buscando un canon de universalidad que vinculase a todos los hombres, incluyendo a la población musulmana. Todo ello nos indica un verdadero compromiso político del autor, y una búsqueda de soluciones que se ponen de relieve en su Libro de la Política o De los Principios de los seres (KITÂB AL-SIYÂSA AL-MADANIYYA).
El
conjunto de su pensamiento filosófico se enmarca dentro del nexo que quiso
establecer entre la filosofía griega y la aplicación de ésta a la vida que él
observaba de facto. Su propuesta teórica, tachada en numerosas ocasiones de utópica, no puede observarse desde una
óptica unilateral y acrítica, sino que hemos de ser conscientes que está
siempre relacionada con su visión integradora del pensamiento del orbe griego
en su realidad histórica.
- La obra se divide en dos partes bastante diferenciadas entre sí, pero no por ello se observa una ausencia de relación entre las mismas. En la primera de ellas, Abû Nasr lleva a cabo una exposición metafísico-ontológica a la que él mismo llama De los Principios de los seres. Es muy notoria la carga aristotélica que contienen estas páginas. Y es que, de hecho, utiliza a menudo terminología aristotélica (Metafísica) para referirse a determinados campos de los cuerpos y accidentes, así como a las distintas causas y propiedades de éstos.
Establece
6 principios constituyentes de los cuerpos y sus accidentes: Causa primera,
causas segundas, intelecto agente, alma, forma y materia. Ya el propio
Aristóteles había hablado acerca de estos grados que, si bien con otra
terminología a veces, se corresponden con la relación que establece al-Fârâbî.
Quizá lo más llamativo de esta pseudo-presencia aristotélica sea la
equivalencia en el tratamiento de la relación materia y forma, dada la
interrelación de ambas y la preeminencia de la última. La gradación de las
formas, por su parte, no es arbitraria sino que responde a una gradación: los
cuatro elementos, los minerales, las plantas, los animales irracionales y, en
la cumbre, los animales racionales. No es sino a este último grupo donde hay
que situar al hombre, en tanto que ser dotado de capacidad racional cuyo uso
puede conducirle a su más grado de perfeccionamiento, a saber, la felicidad.
Siendo
6 los estratos de división entres los seres o cuerpos, parece claro que la
Causa primera se corresponde con el Primero, algo así como el primer Motor Inmóvil, utilizando la
terminología de El Estagirita. Este ser Primero posee unas cualidades que nos
recuerdan irremisiblemente a Parménides: primacía, perfección, unidad,
unicidad, atemporalidad, belleza, indivisibilidad, suficiencia y sabiduría. Y
es que, de hecho, parece que “el conocimiento más excelente es el conocimiento
perfecto e incesante de aquello que es incesante”.
A
partir de la existencia del Primero, se deduce la existencia de lo demás,
comenzando por las causas segundas y el intelecto agente. Tanto unas como el
otro, guardan correlación con el comportamiento de los cuerpos celestes.
Una
vez establecida este pilar ontológico que sostendrá el edificio teórico y
metodológico de la obra, el autor erige su propuesta política, que no es sino
un análisis de las comunidades humanas y las asociaciones de este animal
racional. Pudiendo ser esta agrupaciones, grandes, medianas o pequeñas, su
diferencia también radica en la perfección de su propio establecimiento. Y es
que no ha de considerarse ni estudiarse del mismo modo, por ejemplo, una nación
y una ciudad, teniendo la nación la constitución inherente y perfecta por
antonomasia. Hemos de incidir de nuevo en el hecho de que esta división que
lleva a cabo al-Fârâbî tiene en todo punto como referencia la base expuesta en
la primera parte de la obra.
La
felicidad vuelve a ocupar protagonismo en esta parte; se va a afirmar que el
hombre, en exclusividad, puede alcanzar este fin por medio de la facultad
racional teórica del alma (de nuevo, gnoseología de Aristóteles). Si bien las
facultades del alma son 5: racional teórica, racional práctica, apetitiva,
imaginativa y sensitiva, el alcance del bien último del ser humano solo puede
lograrse a través de la primera. Pero este fin último que constituye la
felicidad de la especie humana va a tener restricciones.
En
efecto, el hombre alcanza la felicidad por medio de la facultad racional
teórica de su alma, pero como hemos mencionado con anterioridad, ha de convivir
en un cierto marco de asociación: la Ciudad Virtuosa. Solo en esta coyuntura
política puede obtenerse la felicidad, de la mano de un gobernante-rey
inspirado por los inteligibles que le muestra el intelecto agente y cuyos
gobernados serán buenos y virtuosos y, con ello, felices.
Finalmente,
al margen de la Ciudad Virtuosa donde se alcanza, en el plano teórico, el
perfeccionamiento humano y la gran aspiración ética de la Filosofía Antigua (eudemonía), se encuentran otras ciudades
que se oponen a la excelencia que subyace a esta comunidad. Estas son: la
ciudad ignorante, la ciudad inmoral y, por último, la ciudad del error. En el
colofón de este Libro de la Política, se puede observar con cautela el
maravilloso tratamiento que concede Abû Nasr a los vicios, pasiones y
degradaciones morales que experimenta el hombre político en estos límites que
se alejan de la Ciudad Virtuosa. En especial, es relevante la nueva división
que se establece en el seno de las ciudades ignorantes: ciudad de la necesidad
y asociación de la necesidad, ciudad de la vileza y asociación de las gentes viles, ciudad de la depravación
y asociación depravada, ciudad del honor y asociación del honor, ciudad del
poder y asociación del poder y ciudad comunitaria.
El
engaño, la masa vulgar y carente de crítica, la honra, los bienes terrenales,
el engaño, la violencia, el combate, la envidia y, sobre todo, el deseo de
dominación se reflejan y explican de forma insólita en esta conclusión del
Libro. Ciertamente, es una explicación impactante, pues sorprende ver la clara
reminiscencia con la sociedad de nuestros contemporáneos, las distintas
asociaciones políticas y la estratificación de mentalidades plagadas de
prejuicios que pueblan nuestro globo. ¿Es Abû Nasr al-Fârâbî un autor
adelantado a su tiempo?¿Estamos quizá ante la lectura de un autor con una
mentalidad plena y abierta y consciente en todo momento de los problemas
imperantes en su sociedad, la árabe? Cuando el hilo argumentativo se tinta de cierta complejidad en la Parte Primera, el
fundador de la filosofía árabe nos sorprende con una labor analítica de las
sociedades y agrupaciones humanas digna de tener en cuenta. Puede que no
estemos ante un pensador propiamente adscrito a la Filosofía Política, pero lo
que es indubitable es que al-Fârâbî expone su pensamiento con una coherencia
que se mantiene en todo momento. Tal vez sí tenemos elección; tal vez sí podemos
albergar esperanza de acercarnos a la Ciudad Virtuosa y salir, poco a poco, del
error; de la ciudad ignorante o de la ciudad inmoral que parece cernirse irremisiblemente
en torno a la población mundial en la actualidad.
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